De niña alguien me dijo que, si acercaba la oreja al interior de un caracol, podía escuchar
el sonido del mar. Que, de alguna manera, guardaba memoria del lugar de donde venía.
Me pareció una imagen tan hermosa y triste al mismo tiempo: una mezcla de encanto,
nostalgia y misterio, todo encerrado en ese pequeño laberinto inaccesible.
 

Sin embargo, nunca pude comprobar el mito: ese sonido no tenía nada que ver con el
mar. Durante años, continué en el intento de escucharlo, de encontrar esa magia ahí
dentro, pero era inútil. La nuestra es una historia de desencuentros e insistencias.